sábado, 24 de enero de 2009

Adán y Lucy

El segundo de nuestros informes sobre Darwin


Juntos en el paraíso. El Adán que pintó Rubens y la recreación de Lucy, una Australophitecus afarensis del Museo

Es curioso que un hombre que en algún momento de su vida pensó en ser clérigo terminase siendo una de las grandes “bestias negras” de aquellos que creen que las especies que pueblan la Tierra son obra de un Dios todopoderoso; todas las especies, incluyendo la nuestra. Charles Darwin fue ese hombre. Y él mismo explicó, en su luego célebre autobiografía (que compuso en 1876, simplemente para que sus nietos le conociesen mejor) lo que había pensado sobre asuntos religiosos en su juventud. Refiriéndose a los años 1827-1828, escribió allí: “Tras haber pasado dos cursos en Edimburgo, mi padre se percató, o se enteró por mis hermanas, de que no me agradaba la idea de ser médico, así que me propuso hacerme clérigo… Pedí al­gún tiempo para considerarlo, pues, por lo poco que había oído o pensado sobre la materia, sentía escrúpulos acerca de la declaración de mi fe en todos los dogmas de la Iglesia anglicana, aunque, por otra parte, me agradaba la idea de ser cura rural. Por consiguiente, leí con gran atención Pearson on the Creed (Pearson acerca del Credo) y otros libros de teología y, como entonces no dudé lo más mínimo de cada una de las palabras de la Biblia, me convencí inmediatamente de que debía aceptar nuestro credo sin reservas”.

Cayó la Torre de Babel
Gradualmente, sin embargo, llegó a la conclusión de que “no había que dar más crédito al Antiguo Testamento, desde su historia manifiestamente falsa del mun­do, con la torre de Babel, el arco iris como señal, etc., hasta su atribución a Dios de los sentimientos de un tirano vengativo, que a los libros sagrados de los hindúes o a las creencias de cualquier bárbaro”. Pero no renunció expresamente a ser clérigo: “Dicha intención murió de muerte natural cuando, al dejar Cambridge, me uní al Beagle en calidad de naturalista.” Ahora bien, esto no quiere decir que renunciase completamente a las ideas religiosas con las que había crecido, y que tan queridas eran para su esposa, Emma Wedgwood (1808-1896), con quien se casó en 1839. Su reconversión más radical constituyó un proceso largo y sin duda doloroso, ligado al desarrollo de sus ideas científicas, que culminaron en la formulación de la Teoría de la Evolución de las especies mediante selección natural; esto es, en su gran libro de 1859: Sobre el origen de las especies por medio de selección natural, o la conservación de las razas favorecidas en la lucha por la vida. A la par que juntaba las piezas que compondrían luego su teoría, y de manera más definitiva una vez que la completó, fue modificando sus ideas religiosas. Un pasaje extraído de su autobiografía –que, por cierto, su hijo Francis eliminó al pu­blicarla (todos fueron restituidos en 1958, cuando una nieta suya, Nora Barlow, publicó una nueva edición)– muestran la radicalidad de las ideas a las que llegó.

Dios salió de la selva

El hijo de Darwin censuró algunos pasajes de la biografía del naturalista, por considerarlos demasiado radicales

Flying spaghetti monster se llama esta deidad creada para mofarse de la Teoría del Diseño Inteligente.

Recordando épocas en las que al contemplar, por ejemplo, la grandeza de la selva brasileña, llegaba al “firme convencimiento de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma”, Darwin, ya próxima su muerte, manifestaba: “No concibo que esas convicciones y sentimientos íntimos tengan valor alguno como evidencia de lo que realmente existe. El estado mental que las escenas grandiosas despertaban en mí años atrás, y que estaba íntimamente relacionado con la creencia en Dios, no difería en su esencia de lo que a menudo denominamos sentido de lo sublime; y por difícil que sea explicar el origen de este sentido, mal puede ofrecerse como un argumento a favor de la existencia de Dios; pues no es más que poderosos, aunque indefinidos, sentimientos muy similares a los evocados por la música”. Sin embargo, en El origen de las especies fue precavido, ya que no se atrevió a incluir explícitamente a la especie humana en sus argumentaciones, con la intención de no perturbar los sentimientos de sus lectores. Esto es algo que llevó a cabo con la publicación de otro libro: El origen del hombre, y la selección con relación al sexo, publicado en 1871. En él podemos leer: “La principal conclusión a que llegamos en esta obra, es decir, que el hombre desciende de alguna forma inferiormente organizada, será, según me temo, muy desagradable para muchos. Pero difícilmente habrá la menor duda en reconocer que descendemos de esos bárbaros”.

La confrontación de 1860 en Oxford
De todas maneras, cuáles eran las implicaciones de la teoría darwiniana era algo que estuvo claro desde el principio para casi todos, por lo que no hubo que esperar hasta la aparición de El origen del hombre para que surgieran vehementes críticas. Un ejemplo destacado, y temprano, es el debate público que tuvo lugar el 30 de junio de 1860, durante una de las sesiones de la multitudinaria reunión anual de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia. En aquella ocasión se enfrentaron el obispo de Oxford, Samuel Wilberforce, y el biólogo Thomas Henry Huxley, que ha pasado a la historia de la ciencia, junto a sus distinguidas contribuciones a las ciencias naturales, como el campeón en la defensa de la Teoría de la Evolución. El reverendo W. H. Freemantle, que asistió a aquella confrontación, nos dejó una descripción de la discusión, de la que destacó unos párrafos: “El obispo estaba manifestando con retórica exageración que no existía prácticamente ninguna evidencia en favor de Darwin... Y entonces, comenzó a burlarse con estas palabras: ‘Querría preguntar al profesor Huxley, que está sentado a mi lado..., acerca de su creen­cia en que desciende de un mono. ¿Procede esta ascendencia del lado de su abuelo o del de su abuela?’ Y entonces, adoptando un tono más grave, afirmó, en una solemne perorata, que las ideas de Darwin eran contrarias a lo revelado por Dios en las Escrituras”. A esta cuestión, Thomas Henry Huxley respondió con unas palabras memorables: “No sentiría ninguna vergüenza en caso de haber surgido de semejante origen; pero sí que me avergonzaría proceder de alguien que prostituye los dones de la cultura y la elocuencia al servicio de los prejuicios y de la falsedad”. El tiempo, se dice, cura todas las heridas. Y así, y a la vista del éxito explicativo que la teoría de Darwin ha ido obteniendo, cada vez con más intensidad, se podría pensar que las objeciones que, procedentes de las convicciones religiosas, se opusieron inicialmente a ella terminaron por desaparecer, o, como mínimo, por adoptar posturas discretas.

La persistencia del creacionismo
Sin embargo, no ha sido así. Y no solo en cuanto se refiere a las ideas de personas, sino también, en algunos lugares, en el ámbito legislativo. Lugares como en los Estados Unidos. El 21 de marzo de 1925, la asamblea legislativa de Tennessee aprobó la denominada ley que establecía que sería “ilegal para cualquier profesor en cualquiera de las universidades, escuelas normales o cualquier otra escuela pública del Estado... enseñar cualquier teoría que niegue el relato de la creación divina del hombre tal como se enseña en la Biblia, y enseñar, en cambio, que el hombre desciende de un orden animal inferior”. Las consecuencias de la nueva ley no se hicieron esperar: dos meses después de promulgada, un profesor de Instituto en Dayton, John Scopes, fue detenido y acusado de enseñar la teoría darwiniana y llevado a juicio. El juicio, conocido como el “Juicio del Mono”, comenzó el 10 de julio de 1925 y terminó ocupando las primeras páginas de todos los periódicos estadounidenses. Su dimensión político-religiosa se hacía aún más evidente si tenemos en cuenta que representaba a la acusación el político William J. Bryan, quien había dirigido el Departamento de Asuntos Exteriores con el presidente Woodrow Wilson y que fue nombrado tres veces candidato a la presidencia por el Partido Demócrata. Como defensor de Scopes actuó el abogado Clarence Darrow, quien sacó a Bryan al banquillo y le preguntó si creía que el Sol se había detenido en favor de Josué para prolongar el día de la batalla, como se lee en la Biblia. “Acepto la Biblia de manera absoluta”, respondió el político convertido en fiscal. Y entonces, Darrow continuó: “¿Cree usted que en aquellos tiempos el Sol giraba alrededor de la Tierra?” “Sí, lo creo”, respondió Bryan. Por su parte, Darrow resumió sus argumentos de la siguiente manera: “Hoy son los profesores de las escuelas públicas; mañana, los de las privadas. Al día siguiente, los predicadores… Las revistas, los libros, los periódicos. Al cabo de poco tiempo, señoría, el hombre se volverá contra el hombre y un credo contra otro credo, hasta que retrocedamos con banderas desplegadas y a tambor batiente hacia los tiempos gloriosos del siglo XVI, cuando los fanáticos encendían sarmientos para quemar a las personas que osaban llevar a la mente humana algo de inteligencia, ilustración y cultura”. En la sentencia, el profesor Scopes fue declarado culpable y multado con 100 dólares. Sin embargo, el veredicto fue finalmente revocado por un tecnicismo, y las Autoridades de Tennessee no presentaron ningún recurso. Victoriosos en Tennessee, los fundamentalistas contrarios a la idea de evolución presionaron en 1926 y 1927 para que se introdujeran en otros estados leyes antievolución, y lo lograron en Mississippi y Arkansas. No fue hasta 1967 cuando la ley de Tennessee fue revocada, y al año siguiente el Tribunal Supremo de Estados Unidos declaró inconstitucional la ley de Arkansas. Sin embargo, esto no significó el final de los esfuerzos de los creacionistas, que pusieron en marcha una nueva estrategia: reclamar leyes de “Trato Equilibrado”; es decir, que se enseñase en las escuelas el creacionismo de la misma manera que el evolucionismo, como dos teorías comparables. Un momento importante en esta nueva estrategia tuvo lugar más de medio siglo después del juicio de Tennessee, cuando cristianos fundamentalistas de Arkansas presionaron a sus legisladores para que aprobaran la denominada “Ley 590”, en la que se solicitaba el mismo tiempo para las teorías evolucionistas y para el creacionismo bíblico. La ley en cuestión condujo a la celebración de un juicio en Little Rock, entre el 7 y el 16 de diciembre de 1981, en el que se pretendía recusar la nueva ley. El 5 de enero de 1982, el juez falló a favor del demandante, la American Civil Liberties Union. La ciencia de la creación, se estipulaba en la sentencia, no podía considerarse una explicación o teoría científica alternativa. La Ley 590, concluía el juez, era un intento de imponer la religión en una escuela sostenida por el Estado, lo que constituía una violación de la Primera Enmienda de la Constitución Federal. Diecisiete años después de esta sentencia, en 1999, el Consejo Escolar de Kansas tomó la postura más radical: aprobó eliminar la evolución, así como la teoría del Big Bang, de los programas científicos del Estado. No se prohibía su enseñanza, pero sí que el tema se incluyese en los exámenes que se realizaran en todo el Estado. Asimismo, en octubre y noviembre de 2004, la Junta de Directores de Escuela del Área de Dover (Pensilvania) aprobó una serie de normas que pretendían colocar al mismo nivel la idea de que alguien –un Dios– debió de diseñar la vida (y en particular la humana) al mismo nivel que el evolucionismo científico. En lugar de “creacionismo”, ahora se hablaba de “diseño inteligente”.

Los huecos en blanco

Una vez más, intervino el sistema judicial estadounidense. El 20 de diciembre de 2005, la Corte del Distrito Medio de Pensilvania anuló los acuerdos de la Junta de Directores del Área de Dover. Merece la pena citar algo de la sentencia: “Sin duda, la Teoría de la Evolución de Darwin es imperfecta. Sin embargo, el hecho de que una teoría científica no pueda suministrar una explicación de todas las cuestiones no debería utilizarse como un pretexto para promover en las clases de ciencias una hipótesis alternativa, basada en la religión, que no se puede comprobar, o para minusvalorar proposiciones científicas bien establecidas”.
De hecho, el propio Darwin se había ocupado previamente de argumentar en contra del diseño inteligente. Lo hizo en otro de sus libros, cuyo título era La variación de los animales y plantas bajo la domesticación (1868). Y lo repitió en su autobiografía: “El antiguo argumento en torno a la predestinación de la naturaleza según propone Paley, que antaño me parecía tan concluyente, falla ahora que se ha descubierto la ley de la selección natural. No podemos sostener que, por ejemplo, la hermosa charnela de una concha bivalva tenga que haber sido creada por un ser inteligente, al igual que la bisagra de una puerta ha de hacerla el hombre. En la variabilidad de los seres orgánicos y en la acción de la selección natural no parece haber más predestinación que en la dirección en la que sopla el viento. Todo en la naturaleza es el resultado de leyes fijas. Pero he examinado esta cuestión al final de mi libro sobre la Variación de los animales y plantas bajo domesticación y, que yo sepa, el argumento que doy en él no ha sido jamás contestado”.


El juicio que empezó con una oración

Al famoso juicio llegaron periodistas hasta de Hong Kong, y hubo 1.000 asistentes. 300 se quedaron de pie.

El calor era tan insoportable en la sala que se permitió a los hombres estar en camisa. Era un 10 de julio de 1925 y la atención del mundo estaba en Dayton, un pueblecito de Tennessee donde se juzgaba a un joven profesor de biología. Una ley prohibía la enseñanza de la evolución en las escuelas, y el profesor John Thomas Scopes se negaba a dar la versión oficial: que el hombre fue crea­do por Dios, como dice la Biblia. La Asociación de Libertades Civiles Norteamericanas pagó al abogado defensor, Clarence Darrow, quien por entonces tenía 70 años y era el letrado más famoso del país. El fiscal fue un fundamentalista religioso, William Jennings, tres veces candidato a la Presidencia de los EEUU. Los periodistas lo bautizaron como “El juicio del Mono”, y comenzó con el juez pidiendo una oración. En 8 minutos de deliberación, el jurado encontró al profesor culpable, lo multó con 100 dólares y quedó libre. Darrow apeló, pues quería que un tribunal superior considerara inconstitucional la ley antievolución. Dos años más tarde, la Corte del Estado redujo la multa a un dólar y decidió: “No es conveniente prolongar este caso tan extraño”. La ley jamás volvió a aplicarse.

Problemas familiares

El mayor número de estudios realizados, y de “eslabones” fósiles encontrados relacionados con la evolución de las especies, tiene que ver con el hombre. Aunque esto no quiere decir que se conozca por completo. De hecho, el esquema que ofrecemos aquí está discutido en casi todas las especies de antepasados. El debate más reciente surgió cuando encontraron en Kenia fósiles de Homo habilis y de Homo erectus que, según sus descubridores, coexistieron y compartieron hábitat. Añaden que H. erectus no desciende de H. habilis, sino que ambos descienden por separado de un ancestro común. Esta última disputa antropológica muestra que los detalles de nuestro remoto pasado aún son un enigma.





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