Hubo un tiempo en que el mundo era inmenso y estaba aún por descubrir. Había lugares que no se sabía cómo eran, ni quién vivía en ellos. Grandes extensiones del planeta aparecían en blanco en los mapas, o tenían contornos difusos. En consecuencia, las naciones adelantadas (incluida la nuestra) organizaban expediciones para conocerlas. Los aventureros que hicieron esos viajes nos parecen hoy cargados de prestigio, y los libros que escribieron son joyas de la literatura geográfica. Pero esos sabios venerados eran muchachos, casi críos, cuando vivieron sus correrías científicas. No ocupaban, muchos de ellos, la posición de profesores, sino la de alumnos. Charles Darwin, el anciano de barbas blancas que todos tenemos en la cabeza, solo tenía veintitrés años cuando se embarcó en el navío Beagle para dar la vuelta al mundo. Acababa de terminar sus estudios en la Universidad de Cambridge. Hoy en día sería un becario. Pero es que Fitz Roy, el capitán que mandaba el barco, solamente tenía veintiséis años.
El Beagle era un buque de guerra, originalmente un brig de la clase Cherokee, un “bergantín ataúd” –como motejaban los marinos a los barcos de esa serie por su propensión a volcar– que fue modificado para convertirse en un bricbarca (añadiéndole una mesana, con cangreja en lugar de verga de cruz). Solo portaba seis cañones, porque su misión no era de guerra. Más bien deberíamos considerarlo un barco oceanográfico; su tarea principal consistía en cartografiar las costas de la Tierra de Fuego. El Beagle era una especie de nave nodriza, una base flotante, desde la que se enviaban botes a hacer los trabajos de medición. A bordo viajaban, de vuelta a casa, tres fueguinos (nativos de Tierra de Fuego) “recogidos” en una expedición previa.
Las condiciones de trabajo eran muy difíciles allá abajo, con mal tiempo y pésima mar. El capitán anterior, Stokes, se había pegado un tiro en la cabeza para ahorrarse fatigas. Fueron cinco años duros, con pocas comodidades y trabajo muy intenso. Para colmo, el joven naturalista se mareaba todo el tiempo cuando estaba embarcado. Por eso, y porque en el mar había poco que estudiar, Darwin pasó tres de los cinco años en tierra firme. Cuando el barco atracaba, él se iba por su cuenta.
Pisar tierras españolas
A la vuelta escribió un relato de todo lo que había visto y de todo lo que le había pasado. Ese libro es una delicia que está llena de observaciones y reflexiones, especialmente de Sudamérica, donde transcurrió la mayor parte del viaje. Aparecen muchos tipos humanos y una gran diversidad de paisajes.
Aunque no hubiera escrito El origen de las especies, Darwin habría pasado a la historia de la literatura de viajes por su diario, que recibió una espléndida acogida. Es difícil reseñar grandes hitos de la travesía, porque todo lo que en ella ocurrió es importante. Pero me gustaría destacar en primer lugar su “casi” visita a la isla de Tenerife.
En su detallado diario de a bordo (Diario de un naturalista alrededor del mundo, que ahora reedita íntegro Espasa), Darwin explica por qué no desembarcaron: “El 6 de enero (1831) llegamos a Tenerife, pero se nos prohibió desembarcar por temor de que lleváramos el cólera; a la mañana siguiente vimos salir el Sol tras el escarpado perfil de la isla de Gran Canaria e iluminar súbitamente el pico de Tenerife, en tanto las regiones más bajas aparecían veladas en nubes aborregadas...” Pero aquel era solo el comienzo del largo viaje en el que quizá el tramo más arduo fue el que llevó a parte de la tripulación a remontar el desconocido río Santa Cruz, en Argentina.
Resistir a los indios
El Beagle había anclado dentro de la desembocadura el 13 de abril de 1834; por entonces, apenas se sabía nada de este gran río argentino. Darwin relata así cómo se organizaron: “Partieron tres botes balleneros con provisiones para tres semanas, y los expedicionarios éramos 25, número suficiente para resistir cualquier partida hostil de indios. Claro es que contra una corriente tan violenta resultaba del todo imposible remar o utilizar las velas; en consecuencia, hubo de recurrirse al artificio de atar los tres botes, uno tras otro, proa con proa, dejando dos hombres en cada uno, mientras los restantes saltaron a tierra para sirgar...” Tuvieron que dar la vuelta antes de llegar a los grandes lagos de glaciares y ver el Perito Moreno: “El capitán Fitz Roy resolvió no llevar los botes más arriba. El río tenía un curso tortuoso y muy rápido, y el aspecto del país no convidaba a seguir adelante. Además de la pérdida inútil del tiempo que nos habría costado el intento de seguir remontando el río, llevábamos ya algunos días a media ración de pan… Todos menos yo venían descontentos, pero a mí aquella navegación río arriba me dio a conocer una sección interesantísima de la gran formación terciaria de Patagonia”, relata Darwin.
Tierra de Fuego era el destino oficial del Beagle, ya que iban a cartografiar sus costas y a bordo del barco viajaban, de vuelta a casa, tres fueguinos que habían sido “recogidos” en un viaje anterior. El capitán Fitz Roy se había apoderado de unos cuantos “naturales”, reteniéndolos como rehenes por la pérdida de un bote que habían robado (entre ellos había un niño que Fitz Roy compró, según relata Darwin, por un botón de nácar). Les enseñaron inglés, modales británicos y a dos de ellos les bautizaron como York y Jemmy. La tercera, una muchacha, se llamaba Fuegia Basket.
El mundo virgen de Galápagos
Pero el epicentro del viaje del Beagle está en las islas Galápagos. Aquí, y a lo largo del mes que duró su estancia en el archipiélago, Darwin reunió suficientes datos para elaborar su importante Teoría de la Evolución. En Galápagos no deja de sorprenderse con lo que encuentra: “La Historia Natural de estas islas es curiosísima y merece especial atención. La mayor parte de los seres que en ella viven son aborígenes y no se encuentran en ninguna otra parte; aún hay diferencia notable entre los que habitan en las diversas islas… Me veo movido a creer que, en un período geológicamente moderno, el archipiélago ha estado cubierto por el mar. En tal supuesto, así en lo que se refiere al espacio como al tiempo, me parece acercarnos mejor al gran hecho –que es un misterio entre los misterios–: a saber, la primera aparición de nuevos seres en el globo que habitamos”.
Sorprende mucho la actividad y coraje que desplegó el joven Darwin en su recorrido, sobre todo cuando se compara con su vida posterior, del todo sedentaria. Pero en realidad no hay un gran cambio con el Darwin anterior al Beagle, que fue siempre un gran deportista y un adolescente muy inquieto. La ruptura vital se produjo luego, a la vuelta. No se puede decir, sin embargo, que el mundo por el que viajó Darwin permaneciera por aquel entonces aún ignoto y en tinieblas. Él no vivió las épocas de las grandes exploraciones, aunque, obviamente, en sus días quedaba mucho trabajo por hacer. No, no era un mundo por conocer, era un mundo por entender. En eso, en cuanto a la geología y la biología, permanecía aún virgen, porque no había explicaciones para lo que los ojos veían y los libros y mapas ilustraban. Y Darwin, él solo, lo entendió todo. Vaya si lo hizo.
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